noviembre 22, 2010

Alabanzas, donde termina el camino


Iruya es un pequeño pueblo de la provincia de Salta, donde termina el camino que a él conduce. No se puede seguir hacia ningún lado con un vehículo de motor. Por consiguiente, nadie llega de paso hacia otro destino: si alguien está en Iruya, es porque decidió viajar hasta allí. El pueblo está "colgado" en un escalón de la montaña, asomado a un barranco que da a un río sin agua durante la época invernal, como lo muestra la foto, tomada desde el lecho seco. Pero en verano las lluvias traen el agua; como el camino debe pasar por el cauce del río, el pueblo suele quedar incomunicado cuando éste crece.
Llegué a Iruya luego de un viaje de tres horas desde el pueblo de Humahuaca, en la provincia de Jujuy. El camino asciende en medio del paisaje de la puna: piedra, tierra, y matorrales amarillentos, nada más. Salvo el pueblito de Iturbe, la presencia humana se reduce a un caserío cada tanto, o alguna casa perdida, de barro, con perros dormidos en la puerta, tirados al sol. Al llegar a los 4000 metros de altura, se cruza el límite interprovincial, y se ingresa en Salta. Allí comienza un descenso por una cuesta bellísima, un zigzagueo gigante que termina en Iruya luego de bajar más de 1000 metros.


El pueblo no tiene espacios amplios, excepto una plazoleta pequeña delante de la capilla y una plaza. El resto: callejuellas de piedra que suben y bajan, por las que puede pasar un vehículo por vez. No es fácil caminar allí, una cuadra cuesta arriba puede obligar a parar un rato para recuperar el aliento.
Antes de dormir, me fui caminando desde el hospedaje hasta la boletería de la empresa "Transporte Iruya", con la intención de averiguar horario de partida para el regreso, a la mañana. En eso estaba, cuando escuché gente cantando. Sonaba parecido a algunas grabaciones de Leda Valladares, recopilaciones de cantos bagualeros ancestrales, coplas a capella entonadas principalmente por mujeres. Me fui acercando, guiado por la música. Ya había caído la noche, y al pueblito lo iluminaba una luna gigante que asomaba por encima del perfil negro de los cerros. Así llegué a una casa con la puerta abierta, que daba a un salón rectangular, bastante grande e iluminado, y con símbolos religiosos en lo que me pareció era una especie de altar. Allí se había congregado un grupo de hombres y mujeres que cantaban alabanzas con ritmo de huayno (1), en un estado colectivo de embriaguez espiritual o al menos así me pareció percibirlo. Acompañaban el canto las palmas llevando el pulso, y algunas de las personas giraban sobre sí mismas acompasadamente sin dejar de cantar -en especial una mujer cuya presencia me hizo pensar que era alguien importante en la reunión-. Tuve el impulso de entrar, pero no me atreví, pensando que mi presencia podría entorpecer o molestar de alguna manera.

Pienso ahora en esa experiencia, a cierta distancia de tiempo y en la soledad de mi estudio. Fui ocasional testigo de la música practicada colectivamente, sin ningún tipo de intención "artística"; el canto con intención funcional: alabar a Dios, en este caso, o sea sirviendo a una necesidad espiritual de la comunidad; el canto en su contexto verdadero: un pueblo perdido en las montañas de la puna salteña, no sobre el escenario de un teatro citadino.

Ese huayno no era para esa gente lo mismo que para mi. Yo vivo el huayno como una fuente de inspiración para mi trabajo artístico. Trato de construir a partir de sus elementos rítmicos, armónicos y formales algo que luego ofrezco a otros como el producto de mi esfuerzo creativo individual. Lo que vi aquella noche en Iruya es otra cosa, es el canto colectivo y anónimo, es el folklore.


(1) Huayno: género del folklore musical de Perú, Bolivia, y el noroeste argentino.

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