abril 07, 2010

Camino a Jujuy

Una noche de comienzos de diciembre de 2008 tomé un micro hacia San Salvador de Jujuy, en la terminal de Rosario. La luz del día me despertó en algún lugar de la provincia de Santiago del Estero. Después de tantos años de tocar y cantar chacareras, estaba viendo con mis propios ojos la tierra que parió esta danza maravillosa. Cruzar la provincia llevaría largas horas de paisaje casi invariable: monte más bien bajo y retorcido, de aspecto algo árido, y un cielo celeste sin una sola nube. Cada tanto, a pocos metros de la ruta, se destacaba entre la maraña verde el contorno redondeado de los hornos de carbón, gigantescos nidos de hornero que sueltan al cielo su voluta de humo blanco. A medida que el micro avanza van apareciendo pueblos. En uno de ellos me llama la atención el nombre de un almacén viejo y de paredes descascaradas: "El viejo chanta". ¿Quién le comprará a este almacenero tan sincero? Como evidencia del desprecio con que el hombre trata a su entorno natural, se ven áreas que han sido desmontadas, haciendo desaparecer ecosistemas enteros para dar paso a la soja. Triste destino para una tierra poblada de magia, asociada al misterio del monte.

Al entrar en la provinca de Tucumán el paisaje cambia por completo, en pocos kilómetros, casi repentinamente. El monte llano da paso a esos cerros que tanto inspiraron a Yupanqui. Se ven a la distancia los faldeos cubiertos de vegetación, y entiendo porqué llaman a esta provincia "El jardín de la república". Muchas otras maravillas me esperan más adelante, pero este contraste entre el paisaje santiagueño y el tucumano, primera emoción fuerte que me dió la naruraleza en este viaje, ha quedado grabado en mis impresiones como algo muy especial.

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