enero 16, 2010

El concierto sin aplausos

En 2007 hice una gira por algunas ciudades de Perú. La última de ellas fue Cusco, donde debía ofrecer un par de seminarios sobre música argentina, y un concierto en un centro cultural, el viernes 10 de agosto. En la foto de abajo estoy en la legendaria Plaza de Armas, testigo de sucesos históricos trascendentes, como la cruel muerte de Tupac Amaru y toda su familia, en 1780. De fondo, la imponente catedral.

Llegado el día del concierto, me apersoné con algo de anticipación para tener tiempo de probar el sonido de la sala, encontrar la silla adecuada, acostumbrarme a la acústica del lugar, etc. Lo que se hace habitualmente en estos casos. Ya frente al edificio del centro cultural, me llamó la atención un cartel, y luego de leerlo mi sorpresa fue mayúscula. El mismo rezaba "El velorio es en el segundo piso". Como me habían informado que el concierto sería precisamente en el segundo piso, consideré que había un error ó tal vez una desgracia de último momento. No quise pensar que estaban haciendo juicios de valor prematuros acerca de mi desempeño musical.

Al llegar al segundo piso me acerqué a la primer persona que encontré y me presenté como el músico, a lo cual me respondió que "creía que el concierto se había suspendido por el fallecimiento de la secretaria", y que "le preguntara a ese señor que está allá". Esta otra persona me explicó que la sala principal se había ocupado con el velorio, por lo cual la actuación debía realizarse en una más chica, ubicada en el mismo piso y a pocos metros de la otra.

El nuevo ambiente era realmente pequeño y casi sin aberturas, a excepción de una puerta muy baja y una ventana, muy baja también, que permanecía completamente cerrada. El lugar tenía el aspecto de una recámara hermética. Me instalé allí y esperé que fuera llegando el público. Ya reunidas unas veinte personas, el organizador me sugirió que empezara, y me transmitió un mensaje de las personas que estaban en el velorio: que por favor pidiese al público aplaudir despacito, ya que prácticamente pared de por medio se estaban despidiendo los restos mortales de la secretaria de la entidad. Cumpliendo lo solicitado, comencé mi presentación explicando la situación a los espectadores, y rogándoles que por favor reprimiesen sus incontenibles deseos de ovacionarme a los gritos, como una manera de poner una cuota de humor a tan atípica situación.

Y se largó la música. Cuando la primer pieza llegó a su fin, levanté la vista y pude observar un espectáculo que me dejó sorprendido y divertido a la vez: la gente hacía con sus rostros gestos de aprobación, moviendo sus cabezas en rítmico subir y bajar, mientras sus brazos se agitaban en el característico vaivén del aplauso que quedaba en este caso abortado cuando las manos estaban a punto de chocarse. Esto, que sucedía en el más absoluto silencio, se repitió luego de cada final, por lo cual pude contemplar la surrealista escena una y otra vez.

Curiosamente, este accidentado concierto reubicado a último momento en sala de emergencia y llevado a cabo sin aplausos -por disposición de las circunstancias- para un puñado de personas, fue el que más me movilizó mientras estaba tocando, de toda la gira por el Perú. La energía circulante entre el público y yo era muy intensa, vaya uno a saber porqué.

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